Bajamos del tren
atropellándonos, nuestros buenos modales durante el viaje no iban a despojarnos
de la primicia. Cualquiera de nosotros podría haber hablado, consultado, es
más, haber tirado de la campana de emergencia en medio del trayecto para
sacarnos las dudas sobre el posible desastre, que presentíamos podría estar
sucediendo en ese lado de la ciudad.
Todos habíamos
observado a la gente corriendo, llevando equipaje a tontas y a locas por los
laterales del recorrido del tren. Sin embargo, ningún comentario había surgido,
nos mantuvimos herméticos en nuestro interrogante. Fingiendo una indiferencia
que estábamos lejos de sentir. El solo hecho de iniciar una conversación en ese
sentido, nos habría puesto en el lugar de la gentuza que puebla las calles,
chismorreando sobre lo que acontece, sin el menor decoro.
Por supuesto, cada
uno en su asiento, sentía miles de agujas clavadas en su espalda, impeliéndolo
hacia el exterior.
¿Cómo no querer salir
huyendo hacia el lado contrario, si la gente allá abajo nos señalaba con horror,
mientras corría por andenes y a campo traviesa? Ese sentimiento, callado y
compartido, nos unía en la infinita soledad de la convivencia ocasional, ese
día, en ese tren.
Ahora, por fin,
tendríamos la respuesta clara o fatal, apenas se detuviera la máquina. Apiñados
y anhelantes, en cuanto pusimos un pie en tierra firme, una gigantesca sombra
de agua y lodo, proveniente del noroeste, nos aplastó.