Ayer a la noche mi hijo estaba siguiendo a su equipo favorito, Ríver,
por televisión. Una exaltación tras otra, más cataratas de insultos poblaban su
habitación y se extendía por toda la casa, tal su nivel de entusiasmo y enojo
de acuerdo a las jugadas. Como es un caso que se repite en muchos hombres, tal
vez también en mujeres fanáticas del deporte, no me llama ya la atención, pero
no deja de ser elocuente el fenómeno. Se trata de hombres que juegan, nuestra
participación es meramente observativa, pero parecería que va la vida de cada
uno en ese partido. La explicación que le encuentro es que se desahogan en
esos momentos de todos sus problemas diarios, sacan afuera las broncas que no
se pueden manifestar muchas veces en las relaciones cotidianas, ya sea por
educación o prudencia, o quizás por cobardía en determinados casos. Todos
estamos expuestos a vivir situaciones en que no sabemos cómo reaccionar.
Así que finalmente me parece sano el comportamiento, siempre
y cuando no concluya en violencia física hacia los demás. Ese es otro tema y
pertenece al grupo que concurre a las canchas, y merecería otra lectura.