Como
casi todos los días de los últimos tiempos buscaba un lugar para continuar
viviendo. Ya lo habían echado tantas veces de los que iba encontrando, pero
siempre lograba acomodarse y dormir unas horas, hasta que la luz del amanecer
lo despertaba. Y de nuevo andar de acá para allá con sus bolsas, dejando pasar
las horas, a la espera de la definitiva.
Una
noche sus pies tropezaron con algo; miró con atención el largo cuerpo tendido.
La sangre, todavía fresca, formaba un gran charco alrededor. Escapó de ahí a
toda velocidad. Casi sin aliento, se dejó caer en un umbral, que cálido y
oscuro, le dio abrigo. El vocear de un canillita lo despertó. Sacó unas
galletas y mientras reconstruía en su mente el hallazgo de la noche anterior,
las masticó con dificultad, ya estaban demasiado duras. Caminó despacio hacia
el quiosco de diarios y observó con atención los titulares; la gran fotografía
representaba esa escena en su memoria. Un calor insoportable lo apuró a recoger
sus bolsas y alejarse. No fuera cosa que le endilgaran el cadáver, tal vez
alguien lo hubiera visto merodeando. Le convendría llegar rápido a la estación
y subirse a un tren de los que salían para el interior.
La sirena de un patrullero sonó muy cerca.
Las bolsas se desprendieron de sus manos, quedó paralizado por unos segundos,
antes de salir corriendo, sin rumbo. La parte baja de la autopista le dio
refugio y descanso; miró en todas direcciones y se desplomó en un rincón.
Respiraba agitado; un rayo de sol, de lleno en su cara, lo deslumbró por un
instante. Las manos vacías mostraban que una parte suya había quedado en sus bolsas, en algún lugar.