El detective miraba sus
notas, sorprendido por la cantidad de detalles anotados a las apuradas y
también conmocionado por la cercanía con la mujer muerta. Hasta un mes atrás,
había conversado con ella en la entrada del edificio cuando coincidieron uno
entrando y el otro saliendo. Hablaron sobre una vecina, enferma terminal muy
querida por ambos, que dos años antes se había ocupado de solucionar problemas
serios del consorcio. En aquella oportunidad, la unión de casi la totalidad de
la gente contribuyó a un resultado feliz que aun disfrutaban. No podía suponer
que poco tiempo después tendría que reconocer y registrar el lugar del aparente
suicidio de su ocasional interlocutora de aquel día.
La escena mostraba el testimonio
de esa decisión. El cubrecama, triste y descolorido color terracota, que la vio
acomodar por última vez el cuarto, algo arrugado por el desplazamiento del
cuerpo. El velador encendido, a su lado un tubo vacío de pastillas y la
botellita de agua tirada sobre la alfombra. Y la foto del hijo, singularmente
presente en su ausencia, testigo inocente y mudo, pero con los ojos bien
abiertos, mirando desde otro lugar sin comprender, y a pesar de todo
acompañando a su madre para no sentirse abandonado ni abandonarla, sin
preguntas, aceptando ese destino que ella eligiera. Y ahí también estaban los
frascos sobre la cómoda, prolijamente alineados como para usarlos en cualquier
momento, pequeños envases con distintos contenidos. Y todo quedó ahí, sin uso
posterior ni futuro, sólo para servir a una reproducción meticulosa y precisa.
Para dejar sentados los detalles concretos anteriores a una acción
inexplicable.