La semana pasa rápido, cuando llego a mi casa las plantas son lo primero que miro, corro el cortinado y las observo con cuidado, temerosa de que se hayan marchitado, pero no, están ahí, soportando valientemente la falta de agua, mi hijo no se detiene en ese detalle y ya no le pido que las riegue. Hasta una singular cala dio dos flores juntas, milagro que no esperaba. Agradezco en silencio y voy echando el agua con prudencia para que el encargado no me toque el portero eléctrico preguntando por la catarata. Y es que los horarios a veces no coinciden con el reglamento, qué le vamos a hacer, para eso soy totalmente ilegal. Mientras lo hago voy quitando alguna hojita seca, reacomodo la distancia entre una y otra, son apenas seis pero conforman todo mi jardín en una esquina protegida del balcón, donde no hay ni demasiado sol ni tampoco el viento les da de lleno. Continúo mirándolas un rato, hay personas que les hablan, lo mío es muda contemplación y orgullo medido, ha habido veces en que una exagerada vanidad resultó fatal para alguna. Pienso en el tiempo en que mi mamá era la guardiana de mis canteros y semanalmente se ocupaba de su cuidado. La rebeldía ante su partida me llevó a dejarlos en la calle, pero mis hijos varones fueron supliendo esa falta mía con regalos en fechas como mi cumpleaños o el día de la madre. Como si me dijeran, acá estamos, para que siga presente.