El hombre llegó arrastrando los pies y se sentó a beber, casi no se lo escuchó hablar. Su portafolios, viejo y raído, reposaba en el piso, cerca del mostrador. Dejaba pasar las horas con el vaso en la mano, a veces agitaba el aire hasta encontrarlo y bebía insaciable.
El dueño del boliche lo llenaba de nuevo, como atento a una orden predicha, un acuerdo entre los dos. De a ratos lo observaba de reojo, calculando cuándo caería inconsciente. Pensaba, “otro más para el fiado, mejor le voy cobrando ahora para no perder todo después”. Le llamaba la atención que de vez en cuando girara la cabeza hacia la escalera. Su mujer llegaría de un momento a otro, no le gustaba madrugar. Se miró las manos, las manchas delataban la edad, años y años la misma rutina, sin cambio en días y noches, ¿para qué? En el pueblo estaban habituados a entrar y olvidarse del mundo, algunos jugaban a los dados, otros a las cartas, la mayoría, simplemente se ponía a tomar hasta que había que ayudarlos a llegar hasta sus casas. Estaba tardando demasiado, tendría que subir a despertarla. Dos años atrás llegó como de paso y se quedó. Mejor dicho, él la había hecho quedar, en cuanto la vio, se enamoró. Después, el tiempo hizo el resto; al parecer, no la esperaban en ningún otro lugar y por comodidad o gratitud, seguía ahí. Se daba cuenta de que no lo quería, pero era casi feliz sintiéndola cerca. Todo no se puede tener.
Levantó la vista, ella bajaba por la escalera distraída, arreglándose el pelo. Cuando estuvo a su lado, rozó su mejilla y le dijo, como siempre, “andá a descansar, ya estoy yo”. El la retuvo un momento, aspiró su aroma a recién bañada y luego se fue yendo despacio. No había llegado al primer escalón cuando un estampido a su espalda lo paralizó. Al darse vuelta la vio tendida, la sangre comenzaba a rodearla. El borracho sostenía en su mano vacilante el arma, todavía humeando.