sábado, 19 de mayo de 2012

LA SILLITA (parte de mi relato familiar)

               “Negra, ¿tenés oxígeno?”. La frase la pronunciaba mi papá por teléfono alrededor del veinte de cada mes, justo cuando mis finanzas empezaban a flaquear. Yo iba en busca del refuerzo. Cuando mi marido cobraba el sueldo se lo reintegraba y al mes siguiente se repetía la operación. Este era nuestro pacto secreto y lo disfrutábamos sin hablarlo. Cuando empecé a ir a diario, luego de su infarto, encontraba siempre la barrita de Águila guardada en el lugar de las galletitas, chocolate para taza que nunca se usaba para tal fin, antes desaparecía entre mis fauces.
                Aprendimos a demostrarnos el afecto, no sin cierta timidez de los
dos. En los primeros tiempos de su separación de mamá, no podía hacer gran cosa, yo volvía al mediodía de mi trabajo para comer y encontraba siempre el mismo menú, una olla grande con verduras de toda clase y fideos bien gordos para que la panza no se quejara. Nunca le dije nada porque entendía su dolor. Al atardecer se refugiaba en el sótano y lloraba solo su fracaso. Cuando regresaba al departamento tenía los ojos rojos. Yo le alcanzaba un mate amargo, que aprendí a tomar con él. No hablábamos mucho por un rato, o tal vez le contaba alguna anécdota de la oficina para entretenerlo. Extraño esa suerte de compañía silenciosa que teníamos, en el fondo éramos dos solitarios que se acompañaban y comprendían.
                    Mis llegadas tarde luego de una salida nocturna daban como resultado el temor a su mirada reprobadora. Llegaba casi sin aliento y espiaba su cara mientras ponía las excusas que justificaban la demora. El, me alcanzaba el mate recién cebado y las tostadas calientes, haciendo comentarios sobre los pájaros, algunos habían tenido cría, o la trampera había cazado a dos. Ninguna referencia a mi acción culposa.  Mientras fui soltera el sueldo mío se lo daba íntegro. Cada vez que necesitaba algo le pedía, las medias eran compras semanales y de a dos pares. La tienda estaba enfrente de casa y con el tiempo ya no iba con dinero, tenía cuenta corriente, él se encargaba de pagar mensualmente. Nunca salió un no de su boca ante cualquier pedido razonable que yo le hiciera. Eso incluía compra de zapatos y carteras haciendo juego, mi debilidad. Claro que no pasaban de uno por temporada. Y de vez en cuando renovar el vestuario para seguir la moda. Fue siempre un muy buen administrador, esa cualidad vivo intentándola con dispares resultados. Desde mi casamiento, manejo la
caja chica bastante bien, aunque a veces los vaivenes económicos me dejan
tecleando, al borde de la bancarrota. La satisfacción que siento cuando
llego a fin de mes logrando cubrir todos los frentes, es incomparable.

        

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                     Los domingos en que lo invitaba a comer al mediodía, él llegaba con su infaltable paquetito, costumbre tana que siempre copié. Nos sentábamos y de inmediato mis hijos, mi marido y yo la emprendíamos fervorosamente con la pasta del día. El, en cambio, se tomaba su tiempo, partía trocitos de pan, comía muy despacio y saboreando la comida. Cuando nosotros ya estábamos por dejar el plato vacío, nos insistía para que no lo esperáramos, que siguiéramos adelante con el menú. Esa manera de ser, esa humildad de proceder, me emociona cada vez que lo recuerdo. Nunca quería molestar, si lo estábamos llevando de regreso a su casa luego de una salida familiar, se quería bajar en cualquier esquina donde un colectivo lo acercara. Su única debilidad eran las chicas, de cualquier edad y color. Los ojitos le brillaban si alguna andaba cerca y no sabemos cómo conquistaba de vez en cuando a alguna candidata que luego lo acompañaba por un tiempo en su diario vivir.  Era un tímido Don Juan, pero Don Juan al fin. Y a veces constituía un problema, porque no toda la familia coincidía con sus gustos a la hora de elegir. Una sola vez me negué a que nos visitara con su ocasional compañía porque se trataba de la comunión de uno de mis hijos. Quizás el fervor religioso se me había contagiado, pero luego lamenté haberlo hecho, él fue más cabezadura que yo y no concurrió. En lo sucesivo acepté su manera de ser con la comprensión que dan los años. Viéndolo ahora con la lejanía de su ausencia y la de mi mamá, creo que él logró ser más feliz a pesar del dolor que tuvo que atravesar. Porque vivió como quiso y eso no tiene precio. En cambio mi mamá luchó siempre por algo más pero no se hacía el tiempo para disfrutarlo y a la larga eso la desgastó. Es curioso el valor que las personas dan a los logros. A la luz de los acontecimientos mi mamá parecía una triunfadora, pero el que realmente supo valorar la vida fue él. Aunque tuvo que sobrellevar una enfermedad, lo hizo de una manera muy digna y cuando ya no estuvo dejó una huella imborrable en la memoria de quienes lo conocieron. Por distintos motivos mi mamá también lo consiguió, con la diferencia que ella no alcanzó su propia felicidad.
                   Tengo un portarretrato de los dos en la casa de fotos el día de su casamiento. Ahí van a estar juntos siempre aunque la vida los haya separado todavía jóvenes. Porque pienso que las parejas quedan unidas por un hilo invisible a pesar de las diferencias, cuando el destino los hizo elegirse alguna vez.
                  

miércoles, 16 de mayo de 2012

ES PREFERIBLE...


Es preferible mirar cómo la luna filtra su luz entre los pinos y abetos, solitarios en el amplio parque abandonado; escuchar cómo algún pájaro pía lastimero añorando a su compañera perdida, tal vez por su propio gusto y decisión, cansada de vivir siempre lo mismo; percibir cómo el rumor del viento trae un aroma húmedo con reminiscencias de mar y de caracoles aplastados en la orilla; advertir cómo uno a uno mis pasos suenan a estruendo sobre las hojas amarillentas aquí y ahora, mientras tarareo una melodía nueva y distinta, a tener que pensar en ese único y real instante en que dijiste adiós.

domingo, 6 de mayo de 2012

MI FOTO EN LA CALLE

                 Por culpa de estos malditos regalos caninos, ahora caminamos mirando hacia abajo, por temor a pisarlos sin querer, ay que asco, ni quiero pensarlo.  Resulta que iba como siempre, con los ojos en el pavimento, cuando vi una foto carnet ahí nomás, tirada. Lo primero que me vino a la cabeza fue, zas, una pelea de enamorados. Pero no, la que aparecía en el papel chiquito, cuadrado, era mi cara. No la de ahora, sino la de hace algunos años atrás, bueno, deben ser como cuarenta más o menos.
Me quedé parada, inmóvil, como una idiota, por algunos segundos. No podía despegarme de ese pedacito de vereda. La recogí y la miré con más detenimiento. Claro que era yo, ninguna duda, pero cómo había llegado a ese lugar, en medio de la calle y cuándo. La di vuelta, sólo un sello, sin fecha ni otro dato que pudiera orientarme. Comencé a caminar despacio, tratando de entender qué estaba sucediendo. Tropecé con alguien y la foto se me deslizó de la mano y cayó. Al querer recuperarla, la imagen de una desconocida sonreía desde el piso, la cara de la mujer con la que había tropezado. Se la entregué y seguí rápido hasta mi casa, un escalofrío me corría por la espalda. Fui a la computadora y encontré esto en Internet. En la época de los equinoccios suele ocurrir que se muestren los duplicados de nuestros rostros en los momentos más felices de nuestra vida, sobre las veredas que a diario transitamos. Sólo debemos mirarla una vez, si lo hacemos una segunda, la apariencia cambiará por la de una persona que nos salga al encuentro, en ese preciso instante.