Todo un arte este tema de la convivencia. Nadie se prepara
para eso, un día cualquiera nos encontramos en una situación impensada y
tenemos que resolver sobre la marcha. Mi hijo más chico sufrió mi límite
extremo al pedirle que su novia no ingrese más a nuestra casa. No porque fuera
una persona indeseable para mí, sino porque la vida en común estaba alterada
completamente. Al ser tan jóvenes no tomaban conciencia de las dificultades que
creaban a su alrededor, y nada de lo que les decía entraba en sus tiernos
oídos. Desde cosas tan domésticas como dejar luces y aparatos en funcionamiento
sin utilizarlos, como sentarse a la mesa media hora tarde cuando la comida
estaba ya servida porque estaban discutiendo, cosa muy habitual entre los dos.
La falta de respeto estaba lejos de su contemplación. En un principio, cuando
se trataba solo de visitas todo estaba bien. Pero el exceso echó a perder lo
bueno. Palabras o frases, (“mirá que cuando vos te vas de casa ella también
tiene que hacerlo”, consecuencia, una vez quedó encerrada en el ascensor y tuvo
que hacerse todo un movimiento vecinal para lograr su rescate ante nuestra
ausencia) quedaban en saco roto. Un día el vaso rebalsó, tuve que ponerme en mala
y decidir. Aún hoy, después de dos años, no puedo restablecer el vínculo con ella, a pesar de haberle
expresado luego mi motivación y aparentemente aceptarla. El tiempo dirá si
podremos hacerlo. En cuanto a mi hijo, él sabe que deseo lo mejor para su vida
y nunca me interpondría para perjudicar su relación.
Siempre le digo, lo importante es que ustedes se respeten y
se quieran, yo soy de palo.