Adela estaba desolada. No sabía como habían
llegado a producirse esos acontecimientos, y me lo contaba esa tarde lluviosa
de sábado, mientras tomábamos mate.
“Las sonrisitas me llamaron la
atención, pero no les di importancia porque estaba apurada por comprar, me
esperaba una limpieza general esa misma tarde, así que pedí lo de costumbre al
carnicero y una vez recorrido el local con lo que había ido recolectando en las
góndolas, fui a la caja a pagar. En uno de los pasillos, el repositor me dijo,
al pasar, ¿cuándo? Yo lo miré sorprendida y le contesté, ¿cuándo qué? Desvió la
mirada, como decepcionado, y siguió con su trabajo.
Al día siguiente, en la verdulería,
el empleado que me estaba atendiendo insistió en acompañarme con las bolsas
hasta mi casa, con la excusa de que iba muy cargada. Le dije que sí a
regañadientes, pensé, quiere una propina, en fin, total es una cuadra. Quiso
entrar en el ascensor y lo frené con dos pesos en la mano. Se me quedó mirando,
dio media vuelta y sin un gracias, salió por la puerta que le abría el
encargado.
Las chicas de la tienda
murmuraban entre ellas mientras yo esperaba mi turno para pagar en su máquina
de “pago fácil”. Como son hermanas, es natural que tengan temas en común para
hablar en voz baja, sin que los clientes escuchen. Cuando llegó mi turno,
apenas me saludaron y sin mediar palabras me dieron el vuelto y las facturas.
Ya a esta altura de
los hechos, comencé a pensar que algo raro estaba pasando con la gente del
barrio. Lo comenté con el diariero, que tiene su puesto casi en la puerta de mi
edificio, y al que conozco desde hace más de treinta años. Y él, bajando la
cabeza y casi con vergüenza, me dijo, es que andan diciendo que usted hace
favores a los pibes”.