Mis ojos ven más allá
De la mesa ovalada
De la taza vacía.
Se remontan a un tiempo
En que el alma vibraba
Con los sones del cuerpo
Remolinos de viento
Recordando aquel día.
En el hoy se han quedado
Esa taza
La mesa
Mi mirada
La vida.
Mis ojos ven más allá
De la mesa ovalada
De la taza vacía.
Se remontan a un tiempo
En que el alma vibraba
Con los sones del cuerpo
Remolinos de viento
Recordando aquel día.
En el hoy se han quedado
Esa taza
La mesa
Mi mirada
La vida.
Había llegado a Montevideo
para pasar las vacaciones con mi abuela Teresita. Al día siguiente fuimos a visitar
a una amiga, que ya mayor, tenía un hijo de mi edad. Verlo a Quique y enamorarme
fue todo uno. Su manera de ser, serio y amable al mismo tiempo, cautivaron mi
corazón de inmediato. Las visitas se continuaron sin que tuviéramos gran
comunicación, pero una tarde me invitó a dar un paseo por el puerto. Caminamos
un rato en silencio y de pronto sus palabras asomaron sorpresivas.
Ahí
vive con la abuela, dijo, con sus ojos traspasándome, absorto en el recuerdo.
La mordedura de los celos caló hondo, pero me recompuse para sonreírle y
continuar caminando como si nada, por la costa, cerca del agua. A unos metros,
el viejo caserón, similar a un castillo, guardaba la imagen de una desconocida
que ya no lo amaba más. Creí ver un movimiento en el cortinado de una de las
ventanas e imaginé a alguien mirándonos. Un piano sonaba melancólico, las
últimas notas cayeron en medio de los dos.
Pedrito entró cautelosamente al ático, aprovechando que el abuelo había
acudido a una llamada telefónica y la puerta se encontraba entreabierta. Tenía
prohibido hacerlo, pero la curiosidad fue superior al temor del castigo por
desobedecer. Vió con asombro ese enorme tubo apuntando hacia arriba contra el
gran ventanal y buscó una silla para treparse y ver de qué se trataba. Sus ojos
asombrados se enfrentaron con la luna muy cerquita y se asustó. Salió corriendo
y la silla se desmoronó contra el andamiaje, dejando al aparato totalmente
derribado. Cuando el astrónomo regresó al estudio, estalló de furia, pero antes
de tratar de volver todo a su lugar miró por el telescopio el paisaje, y lo que
vió lo dejó estupefacto. Allá afuera, a la orilla del mar y sobre una roca, un
joven juglar desgranaba notas con su mandolina, cantándole a ¡SU LUNA!
El hombre
paró el taxi con semblante demudado, siga a ese coche le dijo al chofer. El
taxista lo miró por el espejo retrovisor y le dijo, ¿a quién sigue? A mi mujer,
que está con otro hombre en ese automóvil. ¿Y ya sabe qué va a hacer? La cabeza
gacha del pasajero le dio una esperanza. No, yo hice lo mismo hace poco tiempo.
Entonces vaya a su casa y tómese un whisky, después se va a sentir mejor. Lo
llevó de vuelta y no le cobró.
La anciana
extendió apenas la mano y paró el taxi. El chofer arrimó a la vereda para que
ella ascendiera. En cuanto se sentó comenzó a llorar. Señora, ¿puedo ayudarla
en algo? No, gracias señor, muy amable, es un tema de familia. Ah! Disculpe que
me meta, ¿alguna enfermedad? No, es de paternidad. ¿Cómo es eso? Mi hijo se
acaba de enterar de que su padre no era quien creía, tuve un amor de juventud
antes de casarme. Y ahora no quiere ni verme. Déle tiempo, señora, no llore por
anticipado, esas noticias son fuertes para deglutirlas de una. ¿Le parece? Por
supuesto, ya va a ver que mañana o pasado la llama. Muchas gracias, señor, me
quita un poco la angustia que estoy viviendo. No es nada, y para que se sienta
mejor, ¡no le cobro el viaje!
La
adolescente paró el taxi de madrugada, tiritando de frío. El taxista la miró y
se compadeció. ¿Adónde vas? Mire señor, el tema es que no tengo dinero, mi papá
se enojó conmigo porque me escapé para ir a bailar sin su permiso, lo llamé pero
me dijo que me arregle, no quiso venir a buscarme. Así que le pido que me lleve
y ahí veo que mi mamá le pague el viaje. El chofer respiró hondo y pensó: El
tercer viaje del día con quilombos y yo siendo generoso con todo el mundo, ¡hoy
sí que perdí como en la guerra! ¡Y por boludo!
El detective miraba sus
notas, sorprendido por la cantidad de detalles anotados a las apuradas y
también conmocionado por la cercanía con la mujer muerta. Hasta un mes atrás,
había conversado con ella en la entrada del edificio cuando coincidieron uno
entrando y el otro saliendo. Hablaron sobre una vecina, enferma terminal muy
querida por ambos, que dos años antes se había ocupado de solucionar problemas
serios del consorcio. En aquella oportunidad, la unión de casi la totalidad de
la gente contribuyó a un resultado feliz que aun disfrutaban. No podía suponer
que poco tiempo después tendría que reconocer y registrar el lugar del aparente
suicidio de su ocasional interlocutora de aquel día.
La escena mostraba el testimonio
de esa decisión. El cubrecama, triste y descolorido color terracota, que la vio
acomodar por última vez el cuarto, algo arrugado por el desplazamiento del
cuerpo. El velador encendido, a su lado un tubo vacío de pastillas y la
botellita de agua tirada sobre la alfombra. Y la foto del hijo, singularmente
presente en su ausencia, testigo inocente y mudo, pero con los ojos bien
abiertos, mirando desde otro lugar sin comprender, y a pesar de todo
acompañando a su madre para no sentirse abandonado ni abandonarla, sin
preguntas, aceptando ese destino que ella eligiera. Y ahí también estaban los
frascos sobre la cómoda, prolijamente alineados como para usarlos en cualquier
momento, pequeños envases con distintos contenidos. Y todo quedó ahí, sin uso
posterior ni futuro, sólo para servir a una reproducción meticulosa y precisa.
Para dejar sentados los detalles concretos anteriores a una acción
inexplicable.
El hecho ocurrió hace ya algunos años, pero es imposible olvidarlo por las consecuencias que tuvo para todo el pueblo. Es que era un personaje muy conocido. Me acuerdo que vinieron de las poblaciones vecinas, montones de gente curiosa, como si hubiera llegado el circo. De chico me impresionaban mucho los trapecistas y los leones y los equilibristas que danzaban en una cuerda tendida en el vacío. No podía mirar, cerraba los ojos cuando subían y recién los abría cuando los aplausos decían que estaban seguros en el piso saludando. Ahí sí aplaudía yo también, rabiosamente, para sacarme todo el miedo afuera.
Espermón es el dios de la Natalidad. Sus épicas batallas son memorables,
conduciendo con gran entusiasmo e hidalguía a sus pequeños y numerosos soldados
hacia el lugar indicado. Algunas resultan victoriosas, otras fallidas, pero
jamás se declarará vencido, siempre tendrá nuevas oportunidades, y tiene
millones de adoradoras en todo el Universo.
Los
otros dioses lo envidian secretamente, mientras van cayendo en desgracia.
Espermón sobrevivirá y aumentará su popularidad por los siglos de los siglos,
Amén.