Mis ojos ven más allá
De la mesa ovalada
De la taza vacía.
Se remontan a un tiempo
En que el alma vibraba
Con los sones del cuerpo
Remolinos de viento
Recordando aquel día.
En el hoy se han quedado
Esa taza
La mesa
Mi mirada
La vida.
Mis ojos ven más allá
De la mesa ovalada
De la taza vacía.
Se remontan a un tiempo
En que el alma vibraba
Con los sones del cuerpo
Remolinos de viento
Recordando aquel día.
En el hoy se han quedado
Esa taza
La mesa
Mi mirada
La vida.
Había llegado a Montevideo
para pasar las vacaciones con mi abuela Teresita. Al día siguiente fuimos a visitar
a una amiga, que ya mayor, tenía un hijo de mi edad. Verlo a Quique y enamorarme
fue todo uno. Su manera de ser, serio y amable al mismo tiempo, cautivaron mi
corazón de inmediato. Las visitas se continuaron sin que tuviéramos gran
comunicación, pero una tarde me invitó a dar un paseo por el puerto. Caminamos
un rato en silencio y de pronto sus palabras asomaron sorpresivas.
Ahí
vive con la abuela, dijo, con sus ojos traspasándome, absorto en el recuerdo.
La mordedura de los celos caló hondo, pero me recompuse para sonreírle y
continuar caminando como si nada, por la costa, cerca del agua. A unos metros,
el viejo caserón, similar a un castillo, guardaba la imagen de una desconocida
que ya no lo amaba más. Creí ver un movimiento en el cortinado de una de las
ventanas e imaginé a alguien mirándonos. Un piano sonaba melancólico, las
últimas notas cayeron en medio de los dos.