La playa está desolada, es temprano todavía y
los turistas descansan. Dueñas y señoras, las gaviotas pululan en el horizonte
y avanzan sobre la orilla. Algo raro sucede, se han amontonado en un
determinado sector, no muy lejos de donde yo estoy recostada, disfrutando de
los rayos suaves del sol, a esta hora de la mañana.
Me incorporo con pereza, la
curiosidad puede más que mi deseo de reposo. Hago visera con mi mano para ver
mejor pero no distingo nada especial. Entonces, me pongo de pie de un salto y
camino decidida hacia ahí. A medida que me acerco parece alejarse más la
improvisada reunión. Mis piernas pesan una enormidad, la arena, cálida y
abundante, me obliga a realizar redoblados esfuerzos para llegar. Cuando quedan
pocos metros, el grupo se dispersa rápidamente, tal vez sorprendidas por mi
presencia inesperada. Me quedo mirando el lugar, pero no encuentro nada que
haya justificado esa conducta. Pienso, bueno, seguro había restos de peces
diseminados y los devoraron. Qué tontería, haberme preocupado por una cosa tan
natural. Y me dispongo a volver a mi lona, que se ve más distante desde donde
ahora estoy. Casi a mitad del trayecto de vuelta, oigo un sonar de alas a mi
espalda, y antes de poder reaccionar, me derriba la feroz bandada, que, ahora
sí, tiene una actitud definida.
Eso sí que damiedo. Un beso
ResponderEliminarHubo una época en que escribía cuentos con un crimen de por medio, este fue rescatado de entonces, gracias por tu visita, Susana!
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